Pedro Ferriz  
Muere aquel que sepulta sus sueños al soñar. El que se abandona al desánimo de decir que no. Marchita el alma el que pretende sin realizar. El que frustrado culpa “a lo demás” de lo que es suyo y de su potestad. La voluntad es la fuerza de todo ser. Hacer del plano, el edificio. Del apunte, la escultura. De la idea, la máquina… y del sueño -oculto en la inconsciencia- realidad patente dibujada en sonrisa. Una satisfacción. Un logro. ¡Algo que existe porque le diste vida!
Si México fuera un quebrado a resolver, percibo en el ambiente, que el denominador común es la frustración. Flota entre los mexicanos una rabia irracional que no alcanzamos a calificar. Todo es no. Nada es posible. Menos, revertir. Pareciera como si lo que nos oprime fuera parte de un destino funesto. Manifiesto. Explícito. Suerte de una realidad que no tiene ni reversa, ni remedio. Si las cosas son así… es porque así son. Si nada cambia y todo sigue igual, es destino y permanencia.
Hace un par de días me buscó un joven que conocí en La Laguna. Aunque su llamada provenía de una ciudad de Texas, que omito para guardar su anonimato. Muchacho emprendedor que junto a su grupo de trabajo, me impactó por su gran liderazgo. De esos que hacen falta para mover este país. “Hola chamaco”, le dije “te me has perdido… qué, ¿se te ponchó el ánimo?” Fue la pulla que le mandé para que sacara su casta… Mas su respuesta me heló. “No mi Pedro.” “Estoy en medio de una transición” “Llevo dos años en Estados Unidos, porque allá en México viví un intento de levantón, del que milagrosamente salí sin que lograran su objetivo”. “Lo primero que hice fue escapar de la posibilidad de que algún día sí me la hicieran”. “Cambié toda mi vida. Expectativas. Todo mi proyecto”… No supe qué decir. Yo que vivo de la argumentación. Mi andamio mental cayó y calló como un castillo de naipes. Y ante mi indeseado silencio continuó. “Pedro, quiero que vengas.” “Aquí me he ligado con miles de mexicanos, que como yo, hicieron lo mismo” “Están de este lado, forzados por las circunstancias, pero deseosos de saber de primera mano lo que pasa en México” “…y sobre todo –mi Pedro- lo que va a pasar.” “Unos quieren regresar”. “Otros, ya solo curiosos, saber cómo van las cosas”. “El teatro más grande que tenemos en la ciudad es de 500 personas” “…y por eso prefiero presentarte en un hotel enorme, que un amigo mexicano acaba de inaugurar”. “Ahí cabríamos como 1500”.
Lo que les diga que pasó  por mi mente y corazón, sobra. Los seres humanos tenemos la adaptabilidad como sello. Él -mi amigo- como otros miles de mexicanos de esa sola ciudad texana. (Muchos miles más en el resto de nuestro país vecino) estarán haciendo lo mismo. Replantean su vida y expectativas. Se adaptan. Construyendo lo nuevo, para derrumbar su inmediato pasado. “Mi país ya no es lo que era cuando yo nací” dirán. “México está en guerra… imposible vivir para perder libertad o morir”. Su mecánica mental y anímica los llevó a la opción de renunciar a sus raíces, para conservar la paz. Para no perder la vida.
Acudiré a la cita a la que me convoca mi desterrado amigo. Iré para verlos de cerca. Para sentirlos de frente. Intentaré repatriarlos. Argumentaré sobre la base del sentimiento patrio. No por el presente, sino por lo que estoy seguro será un futuro cierto y promisorio. Me pregunto. ¿Cuántos más harán lo mismo? ¿Qué tan grande es la magnitud del éxodo? ¿De qué tamaño es la desesperanza?... La desilusión.
No quiero perder más  mexicanos. Se fueron primero, los que buscan un trabajo. Hoy desertan, los que lo pueden dar. El que pierde su tierra, expone al aire sus raíces. Arriesga flores y frutos.
¡Necesito argumentos!
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